
Nota de la redacción. Te deseamos igualmente "felicidad", ese es el mejor camino, el que merece la pena. Seguimos en ese mismo camino.
El pasado fin de semana jugué al amigo invisible. Durante dos días había que descubrir y encontrar quién era nuestro amigo/a a través de los detalles que íbamos haciéndonos para dejar pistas.
Vaya por delante que mi amiga invisible me colmó de atenciones y cariño desde el primer momento, por lo que me fue muy fácil localizarla. Además, jugando a encontrar, percibí un montón de regalos: la rosa en mitad de una pradera, el pajarito en la ventana, la nube en su sitio, el paisaje envolvente, el suelo alfombrado, la suave lluvia en la cara, el murmullo de las hojas…
Descubrí a la vez otros muchos amigos y amigas visibles que me regalaron alegría con sus detalles: el pañuelo para la garganta, el chubasquero para la lluvia, los frutos secos y el chocolate para el camino, el rato de risa para la noche, las miradas cómplices y los abrazos mañaneros, las sonrisas y las palabras de apoyo para la vida…
Evidentemente, jugando a encontrar, encontré también miradas veladas o esquivas, un abrazo que no abrazaba nada, comentarios maliciosos y hasta gestos de deslealtad, desdén y manipulación. Pero como no eran lo que buscaba, los dejé estar y no los recibí.
Sin embargo, ahora sé que estos fueron otro regalo, aunque sólo sea para dar pie a la reflexión que ha motivado este escrito: la mentira, la maledicencia y la manipulación pueden ser perlas que adornan y favorecen durante un tiempo, pero, a la larga, ahogan con su peso.
Mientras la vida nos colma de regalos, de oportunidades y de detalles hay quienes, envueltos y regodeados en su malestar, son incapaces de verlos y pasan sus días esparciendo desdicha.
En la mayoría de las Constituciones occidentales vienen recogidos derechos de los ciudadanos a un trabajo digno, a un salario suficiente o a una vivienda adecuada, por ejemplo. Derechos que han surgido de luchas sociales, que se han plasmado por escrito, pero que no significa que se cumplan.
Universalmente también tenemos reconocidos por escrito el derecho a la vida y a la integridad física, a la educación, al medio ambiente… Tampoco significa que se cumplan.
Y luego hay otros derechos que no vienen reconocidos en ningún documento legal y a los que no se les da ningún tipo de importancia, pero que, a mi modo de ver, marcan las pautas de un bienestar personal.
Me refiero a derechos tales como permitirnos ser como somos, saber decir lo que pensamos y sentimos de manera asertiva en cada ocasión, a pedir explicaciones cuando nos consideramos merecedores de ellas y poder darlas cuando lo creamos conveniente, a poner límites, a poder cerrar círculos, a tener tiempo y espacio para aclarar malentendidos, a acabar bien las historias…
Estos derechos no derivan de ninguna revuelta social, sino de una lucha personal y continua en defensa de la autenticidad. Una lucha que a veces cansa y nos hace abandonar los objetivos, o no se dan las circunstancias necesarias para ejercer tales derechos, o el peso social es tan fuerte que éstos quedan diluidos bajo su impronta.
Y, en estos casos, sentimos que la vida nos debe algo, porque nos ha privado de su ejercicio y, además, no podemos reclamar nada.
Se nos olvida que cualquier derecho reconocido viene de una lucha previa por conseguirlo y aquel que no se ejercita cae por desuso.
Necesitaba escuchar eso que tantas veces me digo y repito: “lo que viene, conviene” y lo he escuchado de una persona que, atravesando su crisis, me ha mirado y me lo ha dicho. Y no es teoría ni cuento. Es una afirmación de quien está sufriendo.
Necesitaba escuchar en otra voz distinta a la mía eso de que “la vida tal vez no te da lo que quieres, pero sí lo que necesitas” y mi hija me lo ha hecho llegar sutilmente.
Necesitaba escuchar un “gracias” y lo he recibido en forma superlativa.
A veces necesitamos escuchar nuestras mismas palabras en otros para confirmarnos, para que nos suenen como nuevas y nos las apliquemos sin pensar que son simples mantras de supervivencia.
Creo firmemente que la vida nos da lo que necesitamos para aprender y crecer y que, por cada golpe de dolor, nos ofrece un bálsamo de alivio. Creo que todo tiene un sentido, aunque en ocasiones cueste verlo. Y creo en el poder energético de la palabra gracias (que, por cierto, cada vez se escucha menos).
Cuando nuestras creencias se tambalean y nos hacen dudar, resulta necesario –al menos para mí– que alguien que las comparta nos las recuerde. Y así me ha pasado. Tratando de analizar y de encontrar sentido a los últimos acontecimientos que he vivido, he escuchado lo que necesitaba, a modo de campanillas que reclaman la atención. Aunque aún no alcance a ver el sentido último, el sonido de las campanillas me invita a confiar.
Y así, confiando, probablemente me llegará lo que espero escuchar. Y si no me llega, señal de que no lo necesito.
La normativa sobre prevención de riesgos laborales establece la necesidad de señalizar aquellos riesgos que se dan en el lugar del trabajo, para advertir de los mismos, obligar a determinados usos y proteger, de esa forma, a los trabajadores.
Seguro que, a estas alturas, todos conocemos señales de prohibición, señales de obligación, señales de advertencia y señales de evacuación, y sabemos lo que significa cada una de ellas.
Yo, que curso tras curso, estoy harta de explicar el significado de la señalización a mis alumnos, siempre pienso lo mismo: ¿Por qué nadie nos enseña, en algún momento de nuestras vidas –fundamentalmente en los primeros años– a señalizar nuestras emociones y nuestros límites personales?
Sería estupendo saber usar y saber leer señales como: “advertencia, peligro de derrumbe emocional” o “prohibida la entrada a toda persona ajena a la felicidad” o “uso obligatorio de casco y guantes para soportar reparaciones del corazón” o “salida de evacuación hacia la ternura y el cariño” o “uso obligatorio de abrazos” o “prohibido hablar sin escuchar”… Y así podríamos seguir.
Pero, claro, nunca nos han enseñado semejantes señales. Nosotros solitos hemos tenido que ir descubriéndolas a costa de observar y experimentar. Y, con el tiempo, hasta nos hemos hecho expertos en el uso y lectura de las mismas.
Estaría bien que, en estos tiempos electorales, algún partido prometiera enseñar a aprender el lenguaje emocional, pero me temo que no va a ser así, por dos motivos. El primero, porque no iba a arañar ningún voto. El segundo, porque, probablemente, ni se sepa lo que es la inteligencia emocional ni se quiera saber de ella.
A veces me entretengo escuchando predicciones de futuro cuanto menos curiosas. Por ejemplo, que tras este seco invierno nos espera un verano de infierno; o que si no llueve pronto, los alérgicos lo vamos a pasar fatal; o que, tal como van las cosas en general, cada vez estaremos peor.
No sé qué base científica tienen tales predicciones. Imagino que unas están más fundamentadas que otras, pero, en cualquier caso, predicciones son.
Mientras tanto, yo observo que los árboles han brotado anunciando vida, que los pájaros cantan con fuerza, que la luz se va imponiendo a la oscuridad, que los días se alargan, que los amaneceres y los atardeceres son para extasiarse.
Observo también que muchos jóvenes buscan su sitio en un marco de ayuda mutua, moviéndose por intereses no sólo económicos o utilitaristas; que muchos padres se ocupan de sus hijos para que éstos crezcan más felices, no con más cosas sino con más cariño; que muchas personas intentan vivir de forma auténtica y sincera, a pesar de parecer nadar contra corriente; que la solidaridad aún es un valor.
Y, sí, ya sé que está la otra parte (que, por otro lado, es la que más se ve). La parte de la oscuridad, del egoísmo estructurado, de la manipulación, del dolor incomprensible, de la soledad, del pasotismo ante la injusticia, del ombliguismo aplastante… Lo sé.
Pero prefiero seguir mirando lo que me da vida y me genera energía, lo que me nutre la mirada y me hidrata el alma. Del mismo modo que las flores anuncian los frutos, independientemente de si éstos llegan o no a ser.
Este invierno que acaba de concluir no se ha dejado sentir de tan cálido y seco que ha sido. Por lo visto, según he escuchado, ha sido el invierno más seco de los últimos 52 años, que ya es decir.
Día a día tal vez no me haya dado mucha cuenta de ello, pero ahora que se fue, sí que soy consciente de que no ha habido invierno, de que ha pasado sin que nos enteráramos de él, de que ha sido muy “descafeinado”.
Y esto me hace pensar en esas personas que pasan por nuestra vida igual que este invierno: sin hacerse notar.
Es triste comprobar cómo, personas con las que me he cruzado en mi trayecto vital, han vivido tan metidas en ellas mismas que no han dejado salir su esencia. Hombres y mujeres esclavos del “deber”, que han menospreciado su propia personalidad y se han auto ocultado para no sentirse señalados. Que dejaron de ser lo que eran, para ser lo que otros querían que fuesen.
Y más triste aún es el que se siga dando a día de hoy. Porque, con perspectiva histórica, podemos entender las motivaciones en épocas pasadas. Pero, hoy, que presumimos de ser como somos y de hacer lo que queremos, no se entiende este volverse la espalda a un mismo para agradar a los demás.
Cada persona es única. Cada invierno también.
Si el invierno no se hace notar, dejará de llamarse invierno, perdido entre el otoño y la primavera.
Si la persona pierde su autenticidad y el matiz de su color, dejará de ser ella, para convertirse en otro jirón gris de la realidad que le toca vivir.
He llorado de emoción (y creo que media España también) ante el discurso del actor Jesús Vidal al recoger su Goya por la película “Campeones”.
No ha sido tanto el contenido -en realidad ha dicho prácticamente lo que otros premiados- sino la forma de transmitir el mensaje. Un mensaje sincero, lleno de autenticidad, lejos del postureo que adoptamos en muchas ocasiones ante situaciones que lo requieren.
Es curioso que emocione la autenticidad. Es llamativo que cale tan hondo un mensaje simple y llano de agradecimiento. Es desconcertante que, entre tanto maquillaje y adorno superficial, lo más austero, lo menos elaborado, triunfe.
Todos aquellos que nos hemos emocionado ante este hecho, deberíamos preguntarnos qué nos ha conmovido tanto, qué sutil cuerda sentimental ha sido tocada en nuestro interior, cómo han sido pronunciadas esas palabras para no dejarnos indiferentes.
¿Será que, perdidos como estamos entre bambalinas teatrales y luces de neón, la luz blanca, directa y diáfana nos hiere la mirada y nos afloja la lágrima? ¿Será la falta de costumbre ante lo que debería ser algo normal? ¿Será la sensibilidad contenida tantas veces, que ha encontrado el resquicio oportuno para aparecer y nos ha descolocado?
Nos empeñamos en ser correctos y en enseñar modales correctos. No está mal, por supuesto. Pero, tal vez, deberíamos empeñarnos en ser auténticos y en enseñar modales de autenticidad. Así, los ejemplos no serían tan escasos de encontrar y no nos trastocarían la sensibilidad de este modo.
Me invitaron a unas bodas de oro. Dado que es una celebración en peligro de extinción, no pude dejar de asistir.
En los años que tengo sólo he asistido a otras dos y, me temo, no habrá muchas otras ocasiones. Para bien o para mal la gente de ahora no se casa. Y los pocos que lo hacen, suelen separarse años después. Otro signo de los tiempos.
De la celebración –bonita y entrañable– destaco dos detalles:
El primero, el gran número de veces que la palabra “nuestro” sonó. “Nuestra casa”, “nuestros hijos”, “nuestra vida”… Llama la atención esta extraña palabra en medio del exagerado culto a “lo mío” en el que vivimos inmersos. Cada vez separamos más. Cada vez acotamos más. Ignoro si es por miedo, por precaución o por evitar males mayores. Lo cierto es que, cada vez, con tanta división, nos hacemos más raquíticos.
El segundo, la luz que irradian las personas felices. Una luz que viene de la serenidad y de la certeza de saberse en el lugar adecuado. Por supuesto que cincuenta años dan para mucho, bueno y malo. Pero la felicidad no consiste en no tener obstáculos sino en haberlos superado. La pareja que cumplía tantos años juntos transmitía y contagiaba la alegría de esa superación. Y, por ello, era una alegría profunda. Nada que ver con las muestras efervescentes y explosivas de la alegría basada en la superficialidad.
No sé si tendré oportunidad de volver a asistir a unas bodas de oro. Pero con esta celebración y las dos anteriores me doy por satisfecha, al haber podido compartir la posibilidad de lo imposible.