Enrique Martínez Lozano
Psicoterapeuta
En el tema que nos ocupa, me parece que la postura obstinadamente cerrada a lo que habitualmente se nombra como “medicina o terapias alternativas” manifiesta ignorancia múltiple –y con frecuencia arrogante– en campos específicos de la ciencia, así como desprecio infundado de una sabiduría milenaria –china o india, en el caso de lo que estamos hablando–, sobre la base de un no confesado etnocentrismo que sigue sorprendente y virulentamente vivo.
En nombre de la “ciencia” –en realidad, del paradigma científico social y oficialmente aplaudido–, se desconocen, ignoran o desprecian los avances que se han ido produciendo en los campos de la ciencia física (cuántica), de las ciencias de la vida (de un modo particular, la epigenética) y de las neurociencias.
Por lo demás, no es necesario ser un científico –ni siquiera un periodista dedicado a la divulgación científica– para saber que, como reza el título de un libro recomendable del físico Carlo Rovelli, “la realidad no es lo que parece”
Conscientes –y ese es su modo de avanzar– de que es la ciencia la que echa por tierra postulados “científicos”, como ha ocurrido con la emergencia de la física cuántica, sería bueno mantener despierto el espíritu crítico frente a cualquier promesa milagrosa, pero sin caer en el extremo opuesto que absolutiza nuestras “creencias” previas, por temor a que sean cuestionadas.
Cuando, desde Einstein, es una evidencia científica que materia y energía son, en última instancia, lo mismo, ¿qué rigor científico puede exhibir quien niega la eficacia de un tratamiento “energético”? Cuando la visión holística de lo real es algo científicamente comprobado, ¿quién podría poner en duda que todo repercute en todo –los pensamientos y las emociones en la salud física–, sin caer en una arrogancia ignorante?
Desde los experimentos de Vladimir Poponin hasta los de Konstantin Korotkov, pasando por todos los estudios acerca de la modificación del ADN –que podría ser reprogramado por palabras y frecuencias determinadas– y los campos de energía o biocampos, nos hallamos en un momento histórico de auténtica eclosión científica que, al menos, debería fortalecer nuestra apertura y nuestra humildad, sin caer en la credulidad infantil y sin cerrarnos a aquello que pueda producirnos, de entrada, “disonancia cognitiva”
Suena a arrogancia, a la vez que insulto a la inteligencia, afirmar con rotundidad que “no hay nada más”. Y, sin embargo, ese parece ser el presupuesto implícito de los artículos a los que estoy haciendo referencia. Lo intelectualmente honesto y riguroso solo puede adoptar esta formulación: “No sé nada más”.
Es precisamente la reiteración de ese tipo de artículos en El País, así como el hecho de que todos ellos, sin excepción que yo conozca, adoptan ese mismo “tono” que, al tiempo que exige y presume de “rigor científico”, se mantiene anclado en un paradigma que ha empezado a quedar obsoleto en todos los campos –desde la física hasta la medicina–, lo que despierta en mí una tercera reacción: la sospecha de que, tras esas tomas de posición reiteradas, existan intereses ocultos, por parte de quienes no están dispuestos a perder las ganancias que les aporta el hecho de que todo siga como está. Me refiero, obviamente, a la poderosa red de laboratorios farmacéuticos y las tretas que utilizan para que sus mastodónticos beneficios no se vean menguados, aun a costa de la vida de multitud de seres humanos –recuérdese la película “El jardinero fiel”, basada en la novela homónima de John le Carré– y, por supuesto, frenando en todo lo posible aquellos descubrimientos científicos que cuestionan las bases “tradicionales” en que se asientan.
...la primera parte de esta reflexión fue publicada el martes pasado 20 de junio. Para recordarla puedes volver a leerla en este mismo blog.
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