LOS PRÍNCIPES PERDIDOS
Dice
un antiguo cuento oriental que el bondadoso y sabio rey de un gran reino tenía
tres hijos muy pequeños. Como niños que eran, pasaban el día jugando en las
inmensas estancias del palacio real, llenándolas de risas y travesuras.
Un
día, jugando, jugando, uno de los niños alcanzó una ventana y a través de ella
observó los interminables y frondosos jardines que rodeaban el palacio.
Maravillado, les contó a sus hermanos lo que acababa de ver y los tres niños no
desearon otra cosa que corretear por aquellos bellísimos jardines. Llenos de
entusiasmo fueron a pedirle a su padre que les dejara salir a jugar.
-¡Por
supuesto que sí, hijos míos! –Les respondió él.- Salid al exterior, sois niños,
jugad y disfrutad cuanto deseéis.
No
esperaban oír otra cosa. Corriendo como locos, salieron al jardín para jugar
sin parar, disfrutando de todas las maravillas que rodeaban el grandioso
palacio de su padre. El tiempo fue volando mientras se enredaban entre los
setos, olían cuantas flores nuevas descubrían y escalaban todos los árboles que
encontraban en su camino.
Uno
de los días que subieron a un árbol, vieron un muro de piedra en la lejanía. En
el muro, muchos soldados armados hacían la ronda, y tras aquel muro, montones y
montones de casas, caminos de piedra y mucha gente vestida con ropas de
múltiples colores. Se quedaron anonadados, pues no sabían qué era todo aquello.
-¡Vamos
a preguntarle a padre! –Dijo uno.
-¡Sí!
¡Y le pediremos permiso para poder ir a explorar esas extrañas cosas!
-Eso
que habéis visto –les respondió el rey cuando llegaron hasta él- es una ciudad:
la capital de nuestro reino.
-¿Y
podemos jugar en ella?
-¡Claro
que sí, hijos míos! ¡Jugad y disfrutad de todo cuanto os ofrece la vida!
Emocionados,
los niños abandonaron el palacio, sus jardines y corrieron a saltar, gritar y
disfrutar por las calles de la preciosa capital del reino. Exploraron cada
rincón, cada calle, cada casa, de manera que un buen día, casi sin darse
cuenta, abandonaron sus calles y se adentraron, felices, por los caminos del
reino, llegando a otras ciudades y a otros reinos. Entre risas y juegos pasaron
los años hasta que un buen día les sorprendió la “madurez” y se miraron unos a
otros desconcertados.
-¿Quiénes
somos?
-No
lo sé…
-Yo
tampoco…
Miraron
a su alrededor y la “realidad” les devolvió la imagen de un barrio pobre, con
gente pobre y harapienta que mendigaba por las calles. Y entre esa miseria se
vieron a sí mismos como tres jóvenes desaliñados, con las ropas destrozadas,
llenos de barro y suciedad tras varios años de juegos descuidados y libres.
Ninguno recordaba su origen y su feliz infancia de manera que sólo podían ver
esa “realidad” que entraba a través de sus sentidos.
-¡Somos
mendigos! –Sentenció uno de ellos finalmente.
-¡Es
cierto! –Respondieron los otros.
Y
aceptando esa evidencia, se sentaron en la calle y comenzaron a pedir
míseramente su sustento, compartiendo la tristeza y pobreza que les rodeaba.
Mientras,
en el palacio, el bondadoso rey, su padre, llegó a la conclusión que ya era
hora que volvieran sus juguetones y alegres hijos. Sin duda, ya habían
disfrutado el mundo, y ya podían asumir sus deberes regios. Preguntó a sus
soldados y a sus consejeros por ellos, pero nadie sabía dónde podían estar, de
manera que el rey organizó una comitiva para viajar por su reino en busca de
sus hijos.
Los
encontró en el lugar más alejado de su reino, sentados sobre el fango y
pidiendo limosna. Al instante, el rey abandonó su lujoso carruaje para correr
hacia ellos. Al ver la comitiva real, los jóvenes pensaron que peligraba su
vida y empezaron a llorar pidiendo clemencia a su desconocido padre. Este se
quedó de piedra. Observó a sus desconsolados hijos durante un instante y pronto
descubrió lo que pasaba. Ordenó que le trajeran un pilón lleno de agua y que
los bañaran en él. El agua fue apartando la mugre poco a poco y ante los
asombrados ojos de los jóvenes empezaron a surgir ropas de seda y terciopelo
bordadas con hilo de oro, además de multitud de joyas. Y entonces empezaron a
recordar su origen y su esencia, tapada por el barro y la suciedad de la
“realidad”: eran príncipes felices y poderosos que se habían creído mendigos
tras deambular por el mundo, convirtiendo sus juegos naturales en desgracias.
¿Y
qué somos más que princesas y príncipes que, cegados por la suciedad, han
olvidado su reino?
Mª José Calvo Brasa
Esta historia me invita a quitar tanta suciedad que ido acumulando porque detrás de todo ello queda la bondad de la persona, ¿cómo hacerlo? Ese es el secreto de vivir y cada uno lo tenemos que encontrar. Norecic
ResponderEliminarBonita historia para recordanos lo que somos y hemos olvidado
ResponderEliminarPero la ESENCIA de la persona no la podemos cambiar nunca. Pepi.
ResponderEliminarMuy bonito Mª Jose y gran verdad.
ResponderEliminarPero en el fondo el lastre e igual que el arbol doblado, por mucho que por medio de sogas (intentas ponerlo recto), puede desdoblarse un poco (con mucho esfuerzo). Seguire esforzandome.
Fernando