Pedro Miguel Lamet, Revista 21
Caminamos por el mundo con tal aplomo, con tal seguridad, que estamos convencidos de que la realidad es tal cual la vemos. Cielos, valles, montes, ciudades, acontecimientos. Sin embargo, la filosofía de todos los tiempos se ha preguntado una y otra vez sobre la objetividad de nuestra percepción.
Desde la cueva de Platón al a priori de Kant, no está claro si esto que vemos es una interpretación nuestra. Ni si responde a algo absolutamente real. Como el maratón de la foto se convierte en un río de manchas de color en cuanto cambiamos la velocidad de obturación de la cámara, o como cada uno ve la vida según su lente, sus circunstancias. Un día de sol radiante de primavera es un salto de júbilo para una persona enamorada, y un bofetón para quien acaba de perder un hijo.
La gran pregunta es por tanto: ¿A qué me agarro en la vida? Mi entorno cambia, mi cuerpo envejece, lo que llamo realidad es una apariencia que depende de mil factores. Si pasa la película de este mundo, si paso yo, todo parece mentira, ¿qué me queda?
San Pablo era consciente de esto, y por eso dice en su primera carta a los Corintios: “Los que lloran como si no lloraran, los que se alegran como si no se alegraran, los que compran como si no poseyeran, los que aprovechan las cosas del mundo como si no las aprovecharan. Pues pasa la apariencia de este mundo” (7,30-31).
¿Qué significa esto? ¿Que no hay que disfrutar de la vida y hay que marcharse al desierto?
No; que hay que entornar los ojos, como el que mira a lo lejos para ver más. Si tu mirada está en contacto con lo profundo de tu ser, te vuelves capaz de distinguir la peli de este mundo de la luz que hay detrás.
La película acaba, es apariencia, pero no la luz que habita detrás de cada cosa, que es una, y a la que todos pertenecemos como reflejos y chispas. Pero para ver así, es indispensable cerrar de vez en cuando los ojos. Entonces el mundo entero se convierte en un fanal, “vestido lo dejó de su hermosura”. Gozas de lo que pasa, pero sin quedarte ni apropiarte, como asomado a la ventanilla de un tren, porque en realidad lo tienes ya todo: la luz de dentro.
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