Enrique Martínez Lozano
En una reciente tertulia radiofónica, tres participantes autoproclamados “científicos” abominaban de todo aquello que, viniera de donde viniera, no estuviera “científicamente demostrado”. En su arrogante desconocimiento, uno de ellos llegó a afirmar que “el psicoanálisis es una patraña” y que, en cualquier caso, “se hace urgente rechazar de plano todo lo que no pase el filtro científico”.
Es indudable que existen embaucadores que, con el fin de obtener un beneficio económico, y gracias a la credulidad de la gente, intentan colar como verdad lo que no es sino un camelo. Es cierto, igualmente, que ya no podemos renunciar a la razón crítica, si no queremos caer en la irracionalidad. Pero de ahí a establecer la ciencia como criterio último de verdad hay un salto, no solo inaceptable, sino profundamente nocivo. Cuando ese salto se ha dado, se ha caído en el cientificismo, el racionalismo, el positivismo, el materialismo… Y la ciencia se ha convertido en una pseudo-religión, con sus dogmas, sus ritos, sus altares y sus gurús. Y, como ocurre en las religiones, todo ello quedaba a salvo de cualquier cuestionamiento, porque aparecía revestido de la aureola sagrada de la verdad: “lo dice la ciencia” había sustituido a “es palabra de Dios”.
Los dogmas de esta nueva religión son muy simples y, como ocurre con todo dogma, se creen a priori, sin someterlos a ningún tipo de crítica. Los más básicos son los siguientes:
- La ciencia es la única verdad, y fuera de la ciencia no hay verdad (salvación).
- El modo supremo (o incluso único) de conocimiento es la razón.
- Solo existe aquello que la ciencia puede verificar; todo lo demás son supersticiones.
Para los “fieles” de esta nueva religión, se trata de “evidencias”, y miran con desdén a quien se atreva a ponerlas en duda. Para quienes son capaces de tomar distancia, es claro que tales afirmaciones no son científicas, sino postulados metafísicos, es decir, creencias imposibles de falsar (y, por tanto, demostrar). Son, sencillamente, creencias pseudocientíficas sostenidas –en una paradójica ironía– por aquellos mismos tertulianos que abominaban de todo lo que fuera pseudocientífico.
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