“Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”.
(Nisargadatta).
Describiremos algunos frutos de esta atestiguación:
- La impersonalidad. Para nosotros, occidentales, la palabra “impersonalidad” suele tener evocaciones negativas.
Puesto que hemos concedido un valor absoluto a nuestra personalidad, asociamos la palabra “impersonal” a la anulación de lo que más estimamos: nuestra persona, nuestra individualidad. Efectivamente, la palabra “impersonalidad” tiene una acepción negativa: denominamos así a aquello que diluye la persona, que “despersonaliza”. Pero esta palabra puede tener otra acepción, la que ha tenido para la sabiduría; en este segundo sentido no es sinónimo de “infra-personal” sino todo lo contrario, de “trans-personal”; no alude a aquello que niega o diluye la persona, sino a lo que la supera –sin negarla– porque es más originario que ella. La sabiduría nos dice que lo impersonal es el sustrato y la realidad íntima de lo personal; que no lo excluye, sino que lo sostiene; que, por eso, para ser plenamente personales tenemos que ser plenamente impersonales.
[…] Es dejar de otorgar un valor absoluto a lo que llamamos “mi cuerpo, mis pensamientos, mis emociones, mis acciones, mi vida, mi persona…”; comprender lo ridícula y miope que es nuestra tendencia a hacer que el mundo orbite en torno a nuestro limitado argumento vital –el definido por nuestro yo superficial–. Equivale a cesar de dramatizar nuestras experiencias, de ver el mundo como el mero telón de fondo de dicho drama, y a las demás personas como los actores secundarios del mismo. Es sentir que las alegrías y los dolores de los demás son tan nuestros como nuestros dolores y alegrías, que el cuerpo cósmico es tan nuestro como nuestro propio cuerpo; desistir de ser los protagonistas de nuestra particular “novela” vital, para convertirnos en los espectadores maravillados, apasionados y desapegados a la vez, del drama de la vida cósmica, del único drama, de la única Vida.
El Testigo nos sitúa directamente en el foco central de nuestra identidad. Ahí somos presencia lúcida, atenta, consciente, que es una con todo lo que es. Esta Presencia lúcida que constituye nuestra Identidad central es la misma en todo ser humano. Es nuestra Identidad real, pues es lo permanente y auto-idéntico, mientras que nuestro cuerpo-mente no hace más que cambiar. Esa Identidad central nada tiene que ver con la pseudoidentidad que depende de algo tan frágil y fraudulento como la memoria.
- El amor incondicional. Saber que la aceptación incondicional es nuestra verdadera naturaleza es sabernos un abrazo dado a todo lo que es. La naturaleza del Testigo es el Amor. El yo superficial, intrínsecamente divisor y separativo, no puede amar, aunque así lo crea.
- La libertad interior. Si soy mi sufrimiento, este me poseerá y me abrumará. Si soy mi ansiedad me sentiré totalmente perdido cuando me sienta ansioso. Al confundirme con mis sentimientos, positivos o negativos, me moveré con ellos y viviré en una montaña rusa emocional, me será imposible alcanzar la paz y la estabilidad. Por el contrario, si no me identifico con lo que experimento, ni tampoco lo resisto, advertiré que el sufrimiento no es la naturaleza interna de ninguna experiencia, sino el resultado de mi deseo de retenerla o de negarla. Descubriré que, en mi más íntima verdad, soy libre.
- La transformación. El Testigo no busca ni pretende nada, ni siquiera busca directamente el cambio y la mejora; por eso puede descansar totalmente en el presente. El yo superficial, por el contrario, experimenta constantemente el contraste entre “lo que cree ser” y “lo que cree que debería llegar a ser”; se considera básicamente incompleto, y por eso solo se siente ser a través de la tensión, la lucha y la búsqueda constante de logros y resultados futuros.
No hay nada que pueda parecer más contrario a nuestro sentido común y a nuestras creencias más arraigadas que la idea de que, en ocasiones, el empeño de ser mejores puede ser contraproducente. Pero la experiencia del Testigo nos proporciona una profunda revelación: cuando aceptamos “lo que hay”, “lo que es”, es decir, cuando otorgamos a todo una atención incondicional, también a lo que solemos calificar de negativo, experimentamos las más revolucionarias transformaciones. […]
La aceptación –entendida no como resignación, sino como la acción del Testigo- es la fuente por excelencia de la transformación, del crecimiento y del cambio profundos. Paradójicamente, cambiamos de forma más radical cuando no nos centramos obsesivamente en el cambio, ni determinamos de antemano cuál será su curso. […].
- La comprensión. La aceptación es la fuente de la transformación, y también de la comprensión. Como ya explicamos […], esta comprensión no ha de confundirse con la pseudocomprensión meramente intelectual. A diferencia de esta última, la comprensión de la que hablamos acontece cuando nos relajamos con relación a algo (y ni siquiera pretendemos entenderlo); es una consecuencia directa de la aceptación y de la transformación que esta conlleva.
Para aceptar no es preciso entender. El Testigo acepta lo que hay, la experiencia presente. Esta experiencia presente puede ser de ignorancia o de confusión. Ahora bien, paradójicamente, esta aceptación de todo –también de la propia ignorancia y confusión– propicia una actitud de lucidez desimplicada y objetiva, favorecedora de la comprensión. La aceptación nos hace más penetrantes; permite que aflore la visión.
(Mónica CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Oberon, Barcelona 2002, pp.213-217; editada posteriormente en Kairós, Barcelona 2011).
Partes del texto para estudiarlo con detenimiento.
ResponderEliminarAceptar. Dejar fluir. No centrarnos y obsesionarnos con el cambio; así llegaremos a conseguir lo que deseamos. Pepi