Enrique Martínez Lozano
La mente establece una división (separación) neta entre ella y el resto de la realidad. De ese modo, todo lo real quedaría “dividido” en dos bloques: “yo” y –frente a “mí”- “lo que no soy yo”. No se requiere mucha perspicacia para advertir que ese modo de ver es fruto únicamente del mecanismo de apropiación –por el que la mente se sitúa como “centro de referencia”- y de la naturaleza separadora de ella misma.
Frente a ese engaño elemental –y arrogante-, lo cierto es que solo hay consciencia, y que consciencia es todo lo que hay. Todos los objetos que podemos percibir aparecen (y desaparecen) en la única consciencia que contiene a todos ellos, y de la que, en último término, están surgiendo.
En la consciencia va “desfilando” todo. Lo que sucede es que la mente tiende a identificarnos con cada cosa que desfila. Y así, sin ni siquiera habernos dado cuenta, terminamos confundidos con los objetos. La apropiación, junto con la identificación –el doble factor por el que nace el supuesto “yo”- han hecho que llegáramos a esa conclusión.
Sin embargo, en cuanto nos paramos un instante, no podremos dejar de reconocer que nuestra identidad no puede ser un objeto de la consciencia, sino la consciencia misma.
No soy “algo” que desfila en la consciencia, sino la consciencia misma en la que todos los objetos aparecen. Eso explica que pueda observarlos a todos…, y que nunca pueda observar lo que realmente soy. (Es como el ojo, que puede ver todo, pero no puede verse a sí mismo).
En medio de la danza impermanente de los objetos, soy lo que no se mueve, un centro de consciencia inmóvil… y anterior a todo contenido. De ahí brota la única certeza, fuente de toda seguridad y confianza: la certeza de ser.
Esa certeza –cuando no es una afirmación mental- desvela la plenitud que somos. Y nos muestra, sin asomo de duda, la naturaleza no-dual de todo lo real. Soy todo lo que es –“yo soy todas las cosas”, decía Jesús de Nazaret, tal como recoge el evangelio apócrifo de Tomás–. Por eso, cuando se descubre que uno no es aquel “yo” con el que se había identificado, ¿cuál es el problema?
Esta certeza es inclusiva: acoge a todo y a todos (nadie queda fuera, y nadie puede arrogarse su “propiedad”). A diferencia de las creencias que, por su propia naturaleza, separan –a los creyentes de quienes no lo son–, esta certeza une hasta un punto que la mente nunca puede imaginar: porque nos muestra que todos estamos compartiendo la misma identidad. Aquí se acaba todo sectarismo y toda descalificación. Si las creencias tienden a producir fanatismo, esta certeza desinfla toda pretensión.
Las creencias utilizan un lenguaje particular –en cierto modo, podría decirse “tribal”-, que solo conocen y comparten los que se adhieren a ellas. En esta certeza, el lenguaje, aunque siga manifestando sus límites e incluso sus ambigüedades, es universal: todos podemos entendernos a partir de lo experimentado.
De esta certeza, nace una comprensión que transforma y plenifica. Se manifiesta en cada una de las tres dimensiones de la persona: cognitiva, afectiva y operativa. Transformando nuestra manera de conocer, de amar y de actuar, da como resultado un nuevo modo de vivir y de ser, en coherencia con aquella identidad que se ha descubierto.
Me preguntaba: Caen las creencias, ¿qué queda? Tal como lo veo, se puede responder en una sola frase: caen los mapas, queda el Territorio; caen las creencias, queda la consciencia de ser. Una consciencia que no es difícil de encontrar, sino imposible de evitar. Y no por casualidad: porque constituye nada menos que nuestra identidad más profunda; la Mismidad de lo que es, es por ello mismo la Mismidad de lo que somos.
Decía también más arriba que la mente no puede alcanzar lo real. Pero, ¿qué es lo real? La vida sin más. La vida que se despliega por sí misma. Todo es ahora un vivir viviendo, en un sí constante a la vida. Entonces, y solo entonces, se percibe la esencia de la vida. Vives desde la consciencia, en la consciencia, con consciencia. Fuera de la mente, sin ningún sistema de creencias. Todo es tal como es y como tiene que ser, tú también. Porque no eres ningún yo separado, sino la Vida misma. La caída de las creencias, cuando es consecuencia del reconocimiento de la certeza que nos sostiene, conduce a la liberación.
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