El rincón del optimista
Juan
Tendría yo 4 ó 5 años cuando una mañana de sábado me llevaron mis padres a realizar unas compras a Sahagún, cabecera de comarca del sur de León donde se enclava mi pueblo. Con mi madre de la mano entramos en una ferretería a la que se accedía subiendo dos escalones. Una vez dentro, recuerdo haberme quedado embelesado mirando la gran cantidad de artilugios, aparatos y cachivaches que colgaban de paredes y techos de aquella tienda fantástica. Menuda aventura para los ojos de un niño inocente que no había salido de los límites de un pueblo de poco más de 40 casas. Cuando retorné la vista en busca de mi madre, ella había desaparecido. Sin la seguridad de su mano, mi primer pensamiento fue el de que me había abandonado a mi suerte. Actué por impulso, no había alternativa, bajé los escalones de la ferretería y emprendí caminata calle abajo por el camino que recordaba de llegada. Mi madre, que había accedido al almacén con el dependiente a ver un muestrario de cortinas o algo similar, se llevó el gran susto al ver que su hijo pequeño no estaba en la tienda donde le había dejado. Comenzó a llamarme a gritos, pero yo estaba lejos, su voz no me alcanzaba. Instintivamente salió del comercio por la misma calle que yo había tomado segundos antes y llegó a mi encuentro, pues ya había regresado yo sobre mis pasos al llegar a un punto donde no llegaba a alcanzar la figura protectora de la madre. Recuerdo con total nitidez ese pasaje y lo rememoré cientos de veces cuando mi madre lo relató en las sobremesas interminables de las reuniones familiares.
Unos 35 años después de aquel sucedido, estaba una noche con mi familia en el ferial de atracciones de las fiestas de San Juan de León, cuando en un momento dado alguien preguntó dónde estaba Darío, mi hijo pequeño, que entonces tendría 4 ó 5 años también. Se había perdido entre la muchedumbre. Fue angustioso el medio minuto que tardamos en localizarle a pie de la última atracción donde permanecía llorando de la mano de un feriante piadoso. Ese día volví a recordar cuando me perdí en Sahagún y entendí perfectamente a mi madre cuando relataba la angustia que pasó al no verme en el interior de aquella vieja ferretería.
Llegué a concluir que mucho peor que perderse es sin duda perder a quien amas.
Espero que tengas un buen mes de julio, un buen verano.
Asín sea.
Es precisamente ese amor recibido el que estalla en nuestro interior, nos arropa y cuida cuando perdemos a los que amamos.
ResponderEliminarOxo
Cuando perdemos a los que realmente nos han amado
ResponderEliminarLa angustia que experimentamos cuando nos sentimos sólos y desprotegidos, eso es lo que bellamente has plasmado en este apunte.
ResponderEliminarA veces, hay que perderse para encontrarse. Y otras, tener pérdidas, para saber el valor que hay detrás...
ResponderEliminarCuando uno vive una situación, empatizas mucho mejor ,cuando lo mismo le ha pasado a otra persona.Pepi
ResponderEliminarYoviviesamismaexperienciaangustiosa
ResponderEliminarCuando te pierdes de niño ya no te pierdes de mayor
ResponderEliminarMe gusta esta frase que engarza con una que se suele decir en mi pueblo, aunque sea en un tono despectivo: "Ningún perdido se pierde".
EliminarYo perdí a mi hijo con 5 años durante más de 3 horas hasta que lo encontré, fue una experiencia inolvidable, para los dos, cuando una amiga que lo buscaba por otro lado me llamó para decirme que lo había encontrado en la plaza de San Marcos a escasos cien metros de donde estábamos, pensé después del primer alivio y el gracias a Dios, que lo iba a matar; cuando fui corriendo y le ví llorando a moco tendido ,me fundí con él y también lloré de alivio. Nunca más se soltó de mi mano
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