Las velas de San Froilán, en La Virgen del Camino, son una estampa típica de la Romería del 5 de octubre.
El 5 de octubre pasado, festividad de San Froilán, me encontraba atendiendo un puesto de venta de libros en La Virgen del Camino, localidad en la que muchos sabéis se celebra cada año este día una animada y concurrida romería. En un momento dado de la mañana se me acerca un peregrino, extranjero, que me intentaba preguntar algo. Veo enseguida que es sordomudo. Quería saber si podía coger un autobús en dirección a Astorga, algo que hizo con ayuda del teléfono móvil y un poco de mímica. Le contesto que al ser fiesta no sé si pasará y parará algún autobús, mucho menos le puedo indicar horarios. Ante la evidencia de los hechos, el bueno de nuestro peregrino me pidió un favor, que si le podía guardar en mi puesto la pesada mochila mientras él iba a dar una vuelta por la romería para, entre otras cosas, comer algo y reponer fuerzas. Accedí de buena gana a su petición, consciente de que le inspiré la confianza suficiente como para confiarme su equipaje donde, de seguro y a tenor de su peso, llevaba no sólo ropa, sino numerosos recuerdos y algún que otro artículo de valor acumulado desde su partida del periplo jacobeo, quien sabe si desde Roncesvalles o más lejos aún. No profundizamos mucho en la conversación, por motivos evidentes.
Este joven caminante tardó casi dos horas en regresar junto al puesto donde vendía libros sobre la historia del siglo XX en el pueblo de La Virgen del Camino que publiqué recientemente junto a mi amiga Cristina Álvarez. Y lo sorprendente es que, cuando llegó, me hizo entrega, supongo que a modo de agradecimiento por el gesto de guardarle la mochila, de unas flamantes zapatillas de caminar o, como se dice ahora, de tracking. Me advirtió que estaban bien, que no las tirara a la basura, y que si yo no las quería, se las diese a alguien que las necesitase. Uno, que es desconfiado por naturaleza, una vez se despidió nuestro amigo siguiendo camino a pie hacia la tumba del Apóstol, que correspondí con despedida visual/manual, revisé el calzado a pesar del refrán popular que dice que ‘A caballo regalado no le mires el incisivo’. Acertaste, estaban en perfecto estado de revista. Así que, tras pasar por la lavadora, las probé pues parecían, de nuevo casualidades de la vida, que eran de mi mismo número de pie. Efectivamente, me quedaban que ni planchadas.
Pues quieres creer que desde entonces, y ya han pasado más de dos meses, casi no me he calzado otro par… Son unas zapatillas comodísimas. Camino ligero. Pero, sobre todo, me hacen sentir estupendamente por dentro, mentalmente quiero decir. Fue todo un detallazo de parte de un ángel del Camino, un ángel sordomundo a quien recuerdo muy a menudo. Doy un paso, y otro, y otro, y ya llevo recorridos así más de un centenar de kilómetros con las zapatillas que me regaló el peregrino misterioso. Yo me siento muy peregrino con este calzado aunque no camine en dirección a Santiago. Y una lección más: se puede hacer el bien, se puede ayudar a los demás sin ni siquiera despegar los labios. En silencio absoluto. ¡Buen camino!
Asín sea.
Las sorpresas agradables de la Vida ¡Y hay tantas...!
ResponderEliminarCualquier vivencia que tenga; por grande o pequeña que sea, me puede remover mi interior, y si, así es, siempre me da una lección. Pepi
ResponderEliminarNo es requisito indispensable hacer el camino a Santiago de Compostela para ser peregrino, porque peregrios de la vida somos todos, tu a partir de ahora con unas zapatillas regaladas que te hacen sentir mejor.
ResponderEliminarOXO
Hay Ángeles aún..........
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