El pequeño urbanita había decidido dedicar la mañana a horadar su pequeño huerto ecológico, situado en un pueblo cercano a la ciudad, donde solía pasar la época estival.
La organización de la mañana era la adecuada: levantarse temprano, la meditación de rigor, desayuno con su mujer y viaje hasta el pueblo en un día soleado del mes de abril.
La mañana pareció torcerse cuando la maquinaria agrícola se negó a arrancar. Es verdad que no era un gran experto en este tipo de aparatos, pero en otras ocasiones lo había conseguido, aunque no sin esfuerzo y sin confusión.
A pesar de la insistencia el roda bato se negó a ser arrancado y aquel hombre mirando el reloj sintió que la mañana entraba en otro ritmo distinto del esperado y que las tareas previstas para preparar aquella tierra necesitada de cariño y atención se demoraban. Decidió coger las antiguas herramientas de labranza: la pala, la azada y la tornadera, hasta que el sudor se hizo tan presente que pedía frecuentes descansos y la labor agraria no salía adelante, se ralentizaba en exceso.
Se sentó en el joven poyo de madera a escuchar los trinos de los pájaros, a sentir el sol y a entrar en conexión con su mundo interior, con esa realidad que algunos llaman Dios, otros armonía o universo y otros no ponen nombre alguno. Puso toda la atención en ese momento como si no hubiera más momentos y ahí dejó plantada su semilla: “Tú sabes que soy un ignorante de este tipo de maquinaria y de otras muchas cosas. Te pido tu luz y tu inteligencia para poder continuar la tarea y horadar esta tierra dura y ácida”. Y lo hizo con la confianza de que iba a obtener respuesta.
La maquinaria estaba perezosa y en nada ayudó a romper con esa dinámica torpe y desagradecida.
Lo primero que pensó el urbanita es que el mundo espiritual necesita tiempo y consciencia y duro trabajo y determinación y que no se puede pretender visitar y situarse en la realidad profunda con unas pocas horas de silencio.
Estando en estos devaneos mentales para tranquilizar su interior apareció un vecino de la localidad, que presto entró en el huerto y se ofreció para arrancar el motor inmóvil. A pesar de su destreza no consiguió provocar el deseado ruido del motor que permanecía mudo.
- Si quieres te traigo mi maquinaria y terminas la tarea
- Gracias, buen hombre, pero se me hace tarde.
Al día siguiente pidió ayuda a quien sabía que podría ayudarle, un hermano de sangre y de labor, que desplazándose hasta el pueblo y el huerto, a base de paciencia, constancia y tesón logró arrancar vida a aquella máquina que parecía ya muerta.
El urbanita terminó aquella tarde la tarea preparada para la mañana anterior, dando gracias al cielo porque sus súplicas habían sido escuchadas.
Moraleja: La Vida siempre escucha, aunque no de la forma que esperamos.
En este caso para mi Valentín el que te escucho bien fue tu hermano de sangre.ja, ja,ja,.....Pepi
ResponderEliminarSiempre es mejor pensar en lo divino que en el tremendo vacío al que conduce la duda.
ResponderEliminarY si miramos más allá observamos que lo divino no son milagros, sino el día a día vivido con esperanza.
Lo divino, lo sobrenatural, lo bello está en lo cotidiano.