Ana Cristina
Las emociones son como los vecinos: no se pueden escoger.
Muchas veces no queremos tratar a nuestros vecinos de al lado porque nos inspiran indiferencia, desconfianza, tal vez miedo, sentimos prejuicios, nos caen mal o incluso les tenemos aversión o rencor por algún roce que hayamos tenido con ellos en el pasado… o simplemente lo hacemos por complacer a gente que ni siquiera vive en el edificio.
Sin embargo, no podemos prescindir de ellos: coincidimos en el ascensor, escuchamos mutuamente los ruidos que hacemos, la ropa se cae del tendal, las averías de un piso producen goteras en otro, nos tenemos que poner de acuerdo para tomar decisiones sobre la fachada, el portal o la escalera, etc.
Además, muchas veces de la cercanía surge la amistad, porque al compartir problemas que tenemos que afrontar juntos, nos damos cuenta de que tenemos intereses o aficiones comunes, intercambiamos favores, etc. Y entonces la vida cotidiana resulta más fácil y placentera, porque podemos contar con la colaboración de las personas que viven a nuestro lado.
Tampoco se puede elegir qué emociones se sienten.
Algunas son incómodas o tienen mala prensa, pues nadie desea conscientemente sentir odio, ira, miedo, vergüenza, envidia…, sin embargo, no es posible prescindir de ellas o negarlas, porque como en el caso de los vecinos, notamos que están ahí, por más que cerremos fuerte los ojos y nos digamos que no.
Y no importa lo que otros piensen acerca de cómo debería uno sentirse o actuar, o cómo nos juzguen, porque quien convive con sus emociones (y con sus vecinos) es uno mismo, que es el que tiene que sentirse a gusto en su casa… y en su piel.
En el peor de los casos no nos queda otra que comportarnos con las emociones incómodas como con los vecinos cargantes: saludarlas cuando nos encontremos con ellas, tratarlas con cortesía y establecer reglas de convivencia, por nuestro propio bienestar. Pero mejor sería creer en su bondad natural y mirarlas con amor, hacernos amigos suyos, porque forman parte de nosotros y sin contar con ellas nunca seremos felices de verdad.
El taller Encauzando Emociones ha sido un entorno seguro y animante donde tomar contacto con algunos sentimientos profundos que estaban enterrados bajo gruesas capas de vergüenza, temor y sufrimiento; admitir que están ahí, ver que son buenos, reconciliarme con ellos y comprobar que he sido yo, al darles un determinado sesgo o magnificándolos, quien les he otorgado un sentido que realmente no tienen.
Y comprender que no tiene objeto el empeño por convertirme en un prototipo ideal de mí misma, creado artificialmente a base de convencionalismos sociales, imperativos morales y expectativas ajenas, ni culpabilizarme por no llegar a identificarme con ese modelo ilusorio, porque todo lo que no está fundamentado en la aceptación amorosa de mi propio ser es irreal y sólo me produce insatisfacción y amargura.
He decidido también que no voy a dar a nadie el poder de campar a su anchas por mi intimidad, examinando, imponiendo, organizando, criticando, maltratando… con el débil argumento de que sus “consejos”, “consideraciones” y “advertencias” (muchas veces interesados, manipuladores y dañinos) son “por mi bien”. Porque me he dado cuenta de que para ser feliz no necesito la aprobación de los demás, sino sentirme a gusto conmigo misma.
Es muy fácil hacer avances contando con la fuerza de un estupendo grupo, con Piedad a la cabeza, por lo que me siento muy agradecida y orgullosa de haber formado parte de él.
Ah, nuestros vecinos interiores. A veces llegan sin querer, y cuando los conocemos, acabamos siendo amigos porque nos hacen tanto bien... Que educativo este artículo.
ResponderEliminar..."Porque me he dado cuenta de que para ser feliz no necesito la aprobación de los demás, sino sentirme a gusto conmigo misma".
ResponderEliminarLo comparto totalmente y que beneficioso es. Pepi