El que da, no debe volver a acordarse;
pero el que recibe nunca debe olvidar
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lunes, 16 de mayo de 2016

Ellas (y II)

El rincón del optimista
Juan
Izquierda, mi abuela Albina; derecha, mi abuela Agripina.
Mis abuelas materna y paterna no se parecían casi en nada y eso a pesar de que eran primas carnales (de padres hermanos), motivo por el que mis padres tuvieron que pedir bula papal para poderse casar por ser primos segundos. Ya sé lo que estáis pensando, en esa teoría de que los hijos de los matrimonios que son familia salen ‘tocados del ala’. Pues aquí tenéis la evidencia.
A mi abuela materna, Albina, la conocí siempre haciendo honor a su nombre, con el pelo superblanco, oronda de cuerpo y bonachona como pocos. ¿Te acuerdas abuelita, cuando te reías a carcajada limpia sentada en aquel banco de madera de la cocina cuyo respaldo pegaba en la pared, que a su vez hacía mover los cristales de la puerta de vuestra alcoba, la tuya y la del abuelito Juan? Pero qué buena eras… y qué tacaña. Siempre que te visitaba me dabas chocolate o galletas que comprabas a Ciano, el de Valverde Enrique, o alguna fruta que cogías al de Albires. Pero eso de soltar alguna pesetilla o algún durillo… No me importaba, te quería igual. Vaya paciencia que tuviste con el tío Pepe, cuando se ponía tan alterado fruto de la mezcla de la medicación y el vino. Te recuerdo migando pan para las sopas de ajo o la berza para el cocido con aquel cuchillo con la hoja tan desgastada que parecía ya aguja de tejer. Y tu enorme pachorra. Cómo me recuerdas a la vieja del visillo que ha popularizado el gran José Mota, pues para ahorrar luz te ponías a coser a la tenue luz de la ventana que daba a la calle. No se te pasaba ni un transeúnte.  Hasta controlabas quien subía y bajaba al coche de línea y eso que la carretera quedaba un poco distante, pero conservaste la vista de lejos y de cerca, mucho mejor que el oído que lo tenías algo bastante durillo.
La muerte vino a visitarte como seguro que todos deseamos: de bien mayor y sin avisar. Recuerdo que tuve que pedir permiso cuando estaba en la mili en Burgos por aquellos días de final de abril del 87 para venir a tu entierro. Me llamó mamá y me informó que el tío Pepe te había encontrado en el suelo del hornillo muerta de un infarto fulminante. Pobre Pepín, menudo susto. Seguro que te perdonó pronto por aquello sabiendo que no sufriste nada. Y así te reencontraste con el abuelo trece años después de su partida.
Pero en un par de cosas sí que se parecían las abuelas Albina y Agripina: en sus nombres con origen en la antigüedad; y en la barba espesa que les crecía a ambas (si una mujer se afeita cada día le sale la barba igual que a los hombres, doy fe). A mi abuela Agripina la recuerdo siempre muy delgada, enferma, soportando esa eterna depresión que en un momento dado se convertía en euforia. Paciente bipolar de libro. ¿Te acuerdas abuelita  cuando me dabas la propina que decías que esa iba a ser la última que me dabas y pasaron casi 40 años oyendo esa retahíla? Te recuerdo siempre agachadina, vestida de luto riguroso por la muerte del abuelo Nazario allá por el 78, todo el día sentada a la lumbre, poniendo paja y palos en la hornilla para calentar el puchero del cocido. Me encantaba ir a comer a tu casa sabiendo de antemano el menú: sopa de fideos, garbanzos y carne. O los días de fiesta que hacías aquellos huevos guisados tan ricos… No olvidaré nunca que tú me enseñaste a hacer el nudo de los cordones de las zapatillas y también a peinarme yo solo con raya a un lado. Es curioso que la casi ceguera que padecías la suplías con un tacto exquisito. Cómo ayudabas a papá, tu único hijo que sobrevivió de los cuatro que pariste. Estabas muy atenta para dar la luz de la cuadra cuando llegaba de las faenas del campo para atender el ganado. Luego hervías la leche recién ordeñada, fregabas, cocinabas, encendías la lumbre, preparabas todo lo necesario para hacer la matanza… Qué fuertes eran las cuerdas que hacía papá con los cabellos que sacabas tras peinarte cada mañana tu melena canosa acabada en moño. Si estabas en la etapa de bajón sólo te escuchaba aquel constante ¡Ay Dios mío!, pero si habías logrado ‘espantar la mosca’ eras la mejor reportera del mundo, pues comenzabas a encadenar una pregunta con otra sobre nuestras vidas y la de nuestro entorno que te enterabas de todo en un santiamén. Las mejores respuestas de una entrevista se logran haciendo buenas preguntas, sin dejarse nada en el tintero. Esa máxima de mi profesión creo que la aprendí también de ti. Gracias abuela.
De nada sirvieron tus llamadas de atención queriendo precipitar tu partida porque llegó cuando tenía que llegar. Fue en 1996 y decidimos velar tu cuerpo en casa, a la antigua usanza. Aquella noche fue muy especial. Recuerdo haber reído, rezado y llorado como nunca en tan poco espacio de tiempo. Aquello fue un velatorio y no lo que se hace ahora en los tanatorios, ¿no te parece?
Pues eso, abuela Albina y abuela Agripina, que se agradece tanta enseñanza y de tan buena calidad. Yo me alegro mucho de haberos conocido, porque ya sabéis lo que dice el refrán: ‘Quien no conoció abuela, no conoció cosa buena’.
Y que se os añora y que se os quiere.
Asín sea.

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