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jueves, 21 de marzo de 2019

Educar para la convivencia

El rincón del psiquiatra
Alejandro Rocamora Bonilla
Psiquiatra


Todos los eruditos en el tema están de acuerdo en afirmar que la convivencia  constituye uno de los pilares de la educación. Pero, ¿qué es la convivencia? ¿cuáles son sus pilares? ¿qué hacer para mejorar la convivencia en la escuela? Son algunas de las preguntas que tienen respuesta en estas páginas.
La convivencia en la escuela
Cuando era pequeño, en la escuela unitaria de mi pueblo toledano, recuerdo que había un libro que se llamaba “El niño bien educado”  donde se describían las reglas básicas de urbanidad (saludo, tratamiento correcto hacia los mayores, comportamiento adecuado en la mesa,  comportamiento en el juego, etc.) y de convivencia (respeto a los mayores, cuidado del indefenso, etc.). Se inculcaba la preocupación y el respeto hacia el otro. Se decía aquello de “mi libertad termina, donde comienza la del otro”, como claro ejemplo de la importancia del respeto hacia los derechos de los demás.
Hoy, desgraciadamente, en la escuela se han incrementado los actos de indisciplina, la violencia entre iguales y contra la autoridad. Los motivos son multifactoriales (descenso de la autoridad del profesor, la multiculturalidad de los alumnos,  una libertad, etc.) pero lo nuclear de esta situación, considero que es la perversión de la convivencia.
Uno de los factores principales para la buena convivencia es cuando es posible integrar a los desiguales; cuando lo diferente (ser gordo, extranjero, negro o gafotas, por poner solo algunos ejemplos) no es óbice para com-partir y enriquecernos mutuamente. La convivencia presupone no rechazar al otro por ser diferente sino aceptarle por ser persona.
Pilares de la convivencia
La escuela debe ser no solamente un espacio de conocimiento (enseñar a saber) sino también un espacio de “saber convivir”. Para ello debe desarrollar fundamentalmente dos dimensiones de la persona: la tolerancia y la solidaridad.
Ser tolerante no es sinónimo de aceptar todo lo que nos manifiesta el otro, ni de transigir, en todas las ocasiones con las propuestas de nuestros semejantes. La tolerancia se basa en la capacidad de comprender al otro, pero sin fundirnos con él ni con los mensajes que nos transmite. Es decir, el tolerante es el que admitiendo las diferencias, no  las agrede ni las ridiculiza y es respetuoso con los demás, aunque no claudica de  su posición o criterio.
Somos tolerantes  cuando aceptamos el fallo de los demás (una mala maniobra con el automóvil, por ejemplo), una valoración negativa sobre nuestra actividad, o bien una posición contraria sobre educación, religión, política o la misma ideología sobre la vida. Y en todos esos casos, lo opuesto o diferente, no se vive como agresión, sino como autoafirmación del otro.
Así, ser tolerante en la escuela, por ejemplo, implica un respeto mutuo entre todos sus miembros, siempre y cuando las opciones personales no perturben la estabilidad y el buen funcionamiento de todo el colectivo.
El otro gran pilar de la convivencia es la solidaridad. Todas las personas nacemos con la semilla de la solidaridad, que puede evolucionar hacia un sentimiento auténtico de preocupación por los demás, o bien, convertirse en una fortaleza autosuficiente que desprecie a todo lo que no sea uno mismo. Lo que nunca podremos negar es la presencia del “no-yo”, para bien o para mal. De ahí la importancia de los primeros años de la vida, donde desde nuestra primigenia indefensión, debemos ir construyendo un “yo” fuerte, que nos posibilite una interrelación con el prójimo sana y enriquecedora, pero sin caer en la autosuficiencia o narcisismo. El niño debe aprender de forma teórica y vivencialmente que no es el “centro del universo”, que no está sólo. Las necesidades de los demás y sus deseos, son el contrapunto de sus inclinaciones y proyectos.
Por otra parte, ser solidario implica que ofrezco algo que el otro necesita (tiempo, actitud comprensiva,  etc.)  pero no esperando recibir algo a cambio. No es una compra-venta. Es más  bien un acto de generosidad desde la propia sensación de finitud del dador.
Ser solidario con el mas débil, con el menos capacitado para el deporte o para estudiar etc., presupone partir de la propia conciencia de ser limitado; si somos dogmáticos, arrogantes y autosuficientes, podremos ayudar pero no transmitiremos solidaridad. Esta va unida a la capacidad de renuncia por el otro, aunque por ósmosis nos sintamos enriquecidos por la respuesta del ayudado. Se produce una acción como en los vasos comunicantes: un cambio en un punto cualquiera del circuito repercute de forma potencial en el otro extremo.
La experiencia de solidaridad  produce un sentimiento de bienestar, que no es posible describir. Ser solidario no se puede pesar ni medir. Se es o no se es. A partir de esta vivencia de ayuda, el niño descubre sus  sombras y dificultades y puede iniciar un nuevo camino en su propia escala de valores y proyectos.
Educar para la convivencia
Los niños, deben aprender a estar vinculados (unos con otros y con los profesores) pero también ser independientes. Deben estar vinculados pero no fusionados, y esto se consigue a través de la tolerancia (respetando lo diferente) y la solidaridad (ofreciendo nuestro hombro al que lo necesite). Considero que este es el camino de educar en una sana convivencia

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