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pero el que recibe nunca debe olvidar
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jueves, 15 de junio de 2017

Porfirio

El rincón del optimista
Juan

Porfirio Cancelo Rojo fue una persona/personaje/caballero de mi pueblo que vivió desde 1929 al año 2000. De niño sufrió los efectos de la Poliomielitis, la ‘polio’ y quedó muy limitado en sus articulaciones para moverse y también para hablar, que no para pensar. Por el entorno se le conocía como Porfirio ‘el cojo’. Su madre murió cuando él era aún un niño. Su padre se volvió a casar, pero su madrastra le maltrataba. Fue a la escuela primaria del pueblo, trabajó en las viñas y en el campo, regentó unos años “un poco de bar”, fabricó y vendió cientos de cestos de mimbre con los que se ganó el sustento mal que bien. Ya, en su vejez, le tocó vivir solo, con muy pocos recursos, en una casa de adobe y tapial, lúgubre y fría, sin que su familia propia mirara apenas por él. Su vida fue muy dura, y sin embargo era tremendamente jovial, alegre y optimista, por eso todos los del pueblo le queríamos y le ayudábamos en lo que podíamos. Éramos su verdadera familia.

En las muchas visitas que hice a Porfirio a finales de los años 80 siempre me decía que tenía que escribirle sus memorias. Yo era de los pocos que le entendía, pues su lenguaje limitado le dificultaba las relaciones sociales. Hasta que un día le sugerí que se atreviera a escribir él mismo, con sus palabras, sus vivencias, sus recuerdos vitales, su vida en definitiva. Y así fue como durante más de 4 años se afanó el bueno de Porfirio en escribir en un cuaderno unos pequeños relatos con pasajes de la dura vida que le tocó vivir en la España profunda de la postguerra. Escribía en las largas noches de invierno a la luz y el calor de la lumbre; y también en los calurosos días de verano, pues tiempo es lo que le sobraba al amigo Porfirio. En 1993 recopilé aquellos escritos conservando su propio estilo, sólo corrigiendo las faltas de ortografía, edité y publiqué (con ayuda de mi hermano Raúl), ‘Vida y memorias de un paramés’, así lo tituló, un libro que le llenó de orgullo y con el que pudo dar a conocer la dura experiencia por la que había pasado y que, por desgracia, aún seguía pasando “aunque el pozo ahora no es tan profundo”.

Con la ayuda de una sobrina y de alguno de nosotros, a Porfirio le tocó la lotería cuando le anunciaron que le daban plaza en la Residencia San José, de las hermanitas de los Desamparados, en León. Eso ocurrió en diciembre de 1994. Las visitas las trasladé entonces a la segunda planta de aquella residencia donde Porfirio era el niño mimado, el ‘juguete’ de las monjitas. Cuando sugerí a mi paisano la posibilidad de que escribiera sus sensaciones y vivencias en la ‘resi’, le faltó tiempo para pedirme que le comprara dos cuadernos porque quería seguir dándole al bolígrafo. Para que os hagáis una idea, tardaba unos diez minutos en escribir un renglón de aquellos cuadernos. Una eternidad para nosotros; una insignificancia para él.

Cuando comenzaron a fallarle las fuerzas a Porfirio cuatro años después, cuando el peso del bolígrafo Bic ya le parecía insoportable, me entregó en una de aquellas visitas el cuaderno  a medio escribir sin decirme absolutamente nada. Con su mirada entendí perfectamente aquel nuevo deseo. Porfirio se fue de este mundo terrenal en agosto de 2000 con la conciencia tranquila y el deber cumplido. Fuimos muchos los que quedamos huérfanos de Porfirio, pero yo guardaba en un cajón sus ‘últimas voluntades’. Tuvieron que pasar otros siete años más hasta que mi situación laboral me permitió editar el segundo libro de Porfirio que él nuevamente tituló en la portada del cuaderno: ‘Rosas marchitas’. Por un exceso de optimismo edité 300 ejemplares de esa obra (los mismos que edité de la primera) donde Porfirio contaba sus conversaciones con las monjas, sus salidas de excursión al Bierzo o la peregrinación que realizó a Lourdes que realmente le marcó al ver cumplido un sueño nunca imaginado por él. Vendí apenas 100 ejemplares. Nuevamente ‘palmé’ dinero, algo habitual con el tema de la autoedición de otros libros.

Hace pocas noches se me apareció Porfirio en sueños y me dijo, con calma, con su modo de hablar dificultoso, que había casi 200 libros suyos, bastante ‘marchitos’, guardados en dos cajas y que a lo mejor podía ofrecérselo a las monjas de la residencia. Así lo hice al día siguiente. Ofrecí donar 180 ejemplares de ‘Rosas marchitas’. La madre superiora me contestó aceptándolo, pues aún se recordaba a Porfirio con mucho cariño, 17 años después, un paisano menudo que pasaba tardes enteras escribiendo en su habitación y aquella alegría que desprendía este ser humano de tremenda sensibilidad e inteligencia.

Porfirio, majo, creo haber cumplido tu voluntad. Se te saluda. Se te extraña bastante. No te diré aquello que te solía decir de “cuídate”; esta vez te digo: “cuídame”.

Asín sea.

PD: Felicidades Samuel, hijo mío querido, que no todos los días se cumplen 18 añazos.

Tenemos 3 comentarios , introduce el tuyo:

  1. Me gusta la ternura que hay detrás de cada palabra de esta entrada...

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  2. Juan (de lo poco que te conozco), me transmites ser una persona sencilla, con un "corazón grande", (cómo tú eres físicamente), que te gusta poner tu "grano de arena", y estar al lado de todas esas personas que consideras que necesitan: cariño, escucha, hasta un trozo de pan...en definitiva que sufren, y que con poco que les des para ellos es mucho, y para ti más todavía.
    Pepi, te envía, infinitos aplausos, y un gran abrazo desde el corazón.


    Que muchos años puedas seguir viviendo los cumpleaños de tu familia. Hoy toca el de Samuel. ¡YUPI YUPI!.

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  3. Cuántas enseñanzas sanas tienen las personas con minusvalías.
    OXO

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