El silenciode la nieve

La Escribana del Reino

M. E. Valbuena

Siempre que nieva percibo un especial silencio en el ambiente. Como si los copos, al caer con suavidad, necesitasen de cierta expectación para poder ser percibidos.

La nieve nos recluye en casa y nos permite observarla a través de nuestras ventanas. Nos hace maravillarnos de su luz, de su suavidad, de su blancura, de su inmensidad… Si salimos, disfrutamos de su tacto y de los juegos que inventamos para estar con ella.

Lo peor de la nieve es el día después, cuando el frío la ha convertido en hielo, cuando la diversión pasa a ser un peligro, cuando incomoda nuestros desplazamientos y nos hace vulnerables, cuando su suavidad dejó de ser tal para cortar y quemar como el filo de un cuchillo.

Hay a quien no le gusta la nieve. A mí me encanta.

Se hace anunciar con un cielo blanco y cargado. Viene a templar el frío intenso que la precede, decora el paisaje como no es posible hacerlo por medios artificiales, proporciona humedad a la tierra y al ambiente, deslumbra con el blanco intenso de su esencia y acalla alrededor para que podamos percibir su tenue murmullo.

Es como esas personas que a veces se cruzan en nuestra vida para templar, decorar, calmar nuestra sequedad, cuidar nuestras grietas, deslumbrarnos, acallarnos y serenarnos. Nos envuelven en su silencioso hacer y nos sanan a base de suavidad, mimo y constancia.

La nieve llega, hace su función y se va. Esas personas, también.