El que da, no debe volver a acordarse;
pero el que recibe nunca debe olvidar
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jueves, 21 de noviembre de 2013

CONVERSACIONES CON MI MENTE


LOS PRÍNCIPES PERDIDOS
                        Dice un antiguo cuento oriental que el bondadoso y sabio rey de un gran reino tenía tres hijos muy pequeños. Como niños que eran, pasaban el día jugando en las inmensas estancias del palacio real, llenándolas de risas y travesuras.
                        Un día, jugando, jugando, uno de los niños alcanzó una ventana y a través de ella observó los interminables y frondosos jardines que rodeaban el palacio. Maravillado, les contó a sus hermanos lo que acababa de ver y los tres niños no desearon otra cosa que corretear por aquellos bellísimos jardines. Llenos de entusiasmo fueron a pedirle a su padre que les dejara salir a jugar.
                        -¡Por supuesto que sí, hijos míos! –Les respondió él.- Salid al exterior, sois niños, jugad y disfrutad cuanto deseéis.
                        No esperaban oír otra cosa. Corriendo como locos, salieron al jardín para jugar sin parar, disfrutando de todas las maravillas que rodeaban el grandioso palacio de su padre. El tiempo fue volando mientras se enredaban entre los setos, olían cuantas flores nuevas descubrían y escalaban todos los árboles que encontraban en su camino.
                        Uno de los días que subieron a un árbol, vieron un muro de piedra en la lejanía. En el muro, muchos soldados armados hacían la ronda, y tras aquel muro, montones y montones de casas, caminos de piedra y mucha gente vestida con ropas de múltiples colores. Se quedaron anonadados, pues no sabían qué era todo aquello.
                        -¡Vamos a preguntarle a padre! –Dijo uno.
                        -¡Sí! ¡Y le pediremos permiso para poder ir a explorar esas extrañas cosas!
                        -Eso que habéis visto –les respondió el rey cuando llegaron hasta él- es una ciudad: la capital de nuestro reino.
                        -¿Y podemos jugar en ella?
                        -¡Claro que sí, hijos míos! ¡Jugad y disfrutad de todo cuanto os ofrece la vida!
                        Emocionados, los niños abandonaron el palacio, sus jardines y corrieron a saltar, gritar y disfrutar por las calles de la preciosa capital del reino. Exploraron cada rincón, cada calle, cada casa, de manera que un buen día, casi sin darse cuenta, abandonaron sus calles y se adentraron, felices, por los caminos del reino, llegando a otras ciudades y a otros reinos. Entre risas y juegos pasaron los años hasta que un buen día les sorprendió la “madurez” y se miraron unos a otros desconcertados.
                        -¿Quiénes somos?
                        -No lo sé…
                        -Yo tampoco…
                        Miraron a su alrededor y la “realidad” les devolvió la imagen de un barrio pobre, con gente pobre y harapienta que mendigaba por las calles. Y entre esa miseria se vieron a sí mismos como tres jóvenes desaliñados, con las ropas destrozadas, llenos de barro y suciedad tras varios años de juegos descuidados y libres. Ninguno recordaba su origen y su feliz infancia de manera que sólo podían ver esa “realidad” que entraba a través de sus sentidos.
                        -¡Somos mendigos! –Sentenció uno de ellos finalmente.
                        -¡Es cierto! –Respondieron los otros.
                        Y aceptando esa evidencia, se sentaron en la calle y comenzaron a pedir míseramente su sustento, compartiendo la tristeza y pobreza que les rodeaba.
                        Mientras, en el palacio, el bondadoso rey, su padre, llegó a la conclusión que ya era hora que volvieran sus juguetones y alegres hijos. Sin duda, ya habían disfrutado el mundo, y ya podían asumir sus deberes regios. Preguntó a sus soldados y a sus consejeros por ellos, pero nadie sabía dónde podían estar, de manera que el rey organizó una comitiva para viajar por su reino en busca de sus hijos.
                        Los encontró en el lugar más alejado de su reino, sentados sobre el fango y pidiendo limosna. Al instante, el rey abandonó su lujoso carruaje para correr hacia ellos. Al ver la comitiva real, los jóvenes pensaron que peligraba su vida y empezaron a llorar pidiendo clemencia a su desconocido padre. Este se quedó de piedra. Observó a sus desconsolados hijos durante un instante y pronto descubrió lo que pasaba. Ordenó que le trajeran un pilón lleno de agua y que los bañaran en él. El agua fue apartando la mugre poco a poco y ante los asombrados ojos de los jóvenes empezaron a surgir ropas de seda y terciopelo bordadas con hilo de oro, además de multitud de joyas. Y entonces empezaron a recordar su origen y su esencia, tapada por el barro y la suciedad de la “realidad”: eran príncipes felices y poderosos que se habían creído mendigos tras deambular por el mundo, convirtiendo sus juegos naturales en desgracias.
                        ¿Y qué somos más que princesas y príncipes que, cegados por la suciedad, han olvidado su reino?

 Mª José Calvo Brasa

Tenemos 4 comentarios , introduce el tuyo:

  1. Esta historia me invita a quitar tanta suciedad que ido acumulando porque detrás de todo ello queda la bondad de la persona, ¿cómo hacerlo? Ese es el secreto de vivir y cada uno lo tenemos que encontrar. Norecic

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  2. Bonita historia para recordanos lo que somos y hemos olvidado

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  3. Pero la ESENCIA de la persona no la podemos cambiar nunca. Pepi.

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  4. Muy bonito Mª Jose y gran verdad.
    Pero en el fondo el lastre e igual que el arbol doblado, por mucho que por medio de sogas (intentas ponerlo recto), puede desdoblarse un poco (con mucho esfuerzo). Seguire esforzandome.
    Fernando

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